26.2.10

Cumpleaños



Imaginese. Toda la familia, los amigos, algún colado; habían ido todos. La comida, buenísima como siempre que cocina la abuela. El fernet estaba increíble. Tome nota: antes de servirlo en el vaso, pongale un hielo chico; sirva un golpecito, coca y otro hielo, y un último golpecito de fernet. Tomelo de a poco, saboreando. No, no, sirvalo liviano, sino termina todo en escándalo.
Bueno, sigo. Venía genial la fiesta... ¡hasta se había armado carnaval carioca! Incluso, le juro, que hasta le pude sacar un beso a Verónica. No, no, la correntina. Esa misma, la hija de don Suarez. Si, ¡linda morocha! Si, hacía rato que le tenía ganas a esos labios de miel, a esa boca llena de... llena de... miel. Eso.
Estaba, digamos, en pleno trámite cuando escucho unos gritos y se apagan todas las luces. ¡Me empezaron a cantar el feliz cumpleaños y yo apretándome una mina! Así, disimulando, me paré y me puse frente a la torta.
La verdad que si bien es algo que se repite en todos los cumpleaños, esa ceremonia es de las más bellas... tanto o más que el brindis de Navidad o Año Nuevo. Todos, unidos en una misma melodía, de la cual uno es el destinatario, las sonrisas de los chicos iluminadas por las velas, los aplausos con arritmia... ¡Que mas puedo pedir! ¿Usted no disfruta? Bueno cada cual con lo suyo... ¿no? Si, está bien, hay gente que disfruta mas otras cosas, pero lo mejor del cumpleaños es la torta. ¡Aquel bautismo sagrado que cada año nos muestra todo lo que hicimos y todo lo que está por venir! Pasado, presente y futuro en un cántico único, inigualable.
"Pedí los tres deseos... ¡pero no lo digas que no se te cumplen!", gloriosas palabras las de la tía.
Abrí los ojos, y me dispuse a apagar las velas. Por alguna razón, en el lapso en que cerré los ojos para pensar los tres deseos de rigor, y hasta el momento en que volví a mirar la torta, las velas ya se habían apagado de forma mágica.
Miré algo desilusionado a mi alrededor, buscando respuestas. Ni rastros de un cumpleaños. Encontré indiferencia y desinterés total. Gula. Me encontré solo por unos segundos. ¡Y no se lo digo livianamente! Es esa soledad que uno siente de noche, en una ruta lluviosa... Es la soledad de los domingos. Eso mismo sentí.
En eso estaba cuando me di cuenta que incluso hasta Vero se había rajado. La tía de los deseos ya le estaba entrando a la torta, mientras la cortaba, y el boludo de Marcos estaba meta chuparse los dedos. Yo inmóvil aún.
La soledad dió paso a cierta bronca, a cierto resquemor que por dentro me partía al medio.¿Por qué tenía que sentirme así en mi cumpleaños? ¿Por qué la tengo que pasar tan mal? 
Mas bronca me dió cuando vi en el patio a Marcos y a Vero charlando, riéndose y compartiendo MI torta. ¡Hijo de puta! ¡Y sí, en ese momento me enfurecí! ¿Qué le parece?

Minutos después, le dió el primer beso. La furia se transformó en locura. ¡Si, si, me daba por las pelotas que el pelotudo ese se gane la mina que me estuve charlando toda la noche! ¡No, es un hijo de puta! Si yo le dije que estaba con la mina. El chabón esperó a la torta, pedazo de forro... Esperó que cierre los ojos para llevársela al fondo y chamuyársela. Si, ya sé. Ya sé que no tenía nada que ver. Y bueno, pero él me provocó. Si, más vale que tiene razón, pero se me fue todo a la mierda, oficial. ¡Y como quiere que no lo mate si el pendejo de mierda me apagó las velas de mi cumpleaños!

22.2.10

Placeres de oficina I

Miró la hoja. Se detuvo un instante sobre el margen inferior. Seguidamente, corrió la vista hacia el monitor y tipeó un número de cuatro cifras en la pantalla. Luego olvidó ese número, y se dispuso a retirar plácida y lentamente los bordes troquelados.

15.2.10

Manuel y el respeto hacia las autoridades

Manuel, transpirado, sufriendo el verano en la fila de un banco, creyó que nunca iba a cruzarse con una chilena. Es más, en el preciso instante que se dió vuelta para poner cara de "estoesdemasiadoparaundiacomohoy", creyó estar soñando.

Pero no, una chilena estaba detrás de él.

Lo que Manuel luego se dió cuenta, y tras lo cual lanzó un sonoro JA!, es que no era una chilena, sino dos las que estaban detrás suyo. Dos auténticas trasandinas oriundas de lo mas profundo de Antofagasta. De esos barrios que por fuera parecen grises, tristes, pero que por dentro se visten de carnaval. Vecinas, si.

Parece que continuaban una charla que habian dejado pendiente hacía 25 o 30 años. Porque aparentemente Víctor, el mecánico, al fin había dejado la casa de sus padres para irse con su polola a probar suerte a Mendoza. Porque, además, Ramona, la esposa del doctor, había fallecido a pesar del intento de su marido por salvar su corazón maltrecho.

En un momento, un policía que estaba intentando ordenar la fila (sin éxito aparente), comenzó a discutir con un tipo robusto, vestido de traje y con un malhumor extravagante; ésto último llevó la discusión a niveles insospechados, cerca de la trompada certera. Acudieron varios efectivos ante el llamado del handy, quienes en su afán de calmar los ánimos, llevaron al hombre a un asiento y le hablaron con una mano en el hombro. El tipo se disculpó, los policías asintieron y todo volvió a la normalidad.

Manuel, siguió la acción atentamente, igual que las dos señoras que hablaban detrás de él. "¡Qué bárbaro! Al final, este país es una fiesta. ¡Allá ni en Santiago se le habla a un oficial de esa manera!", "Un irrespetuoso, un maleducado como todos, bah... Sabe, la otra vez en el supermercado mientras estaba esperando que me cobren pasó lo mismo con un joven, tendrían que meterlos presos, hermana...".

Dentro suyo, Manuel pensaba que aquellas viejas no eran muy diferentes de las viejas locales.

"¡Por suerte tuvimos a Pinochet! Ese sí que era un hombre hecho y derecho..."

Y lo confirmó.